Era un sábado por la
mañana. El sol detrás de las nubes me pegaba en la cara. Thomas, el panadero de
la cuadra, me despertaba con el aroma de las baguettes recién hechas. La
campana del tranvía sonaba llamando a los pobres trabajadores que apenas tenían
tiempo para respirar. Los compadecía, aunque yo también tenía mis propios
problemas. No lograba mantener un trabajo por más de una semana y el día
anterior me habían despedido del más reciente. Mientras me trataba de acomodar
en mi incómoda cama hecha de cartón húmedo por el rocío, recordaba mi lista de
deberes que consistía en: robar las pocas migajas que se caían de la tienda de
Thomas y tratar de que no me atraparan, por tercera vez, los dueños del
orfanato.
Ya levantado,
comencé a caminar, sin mirar a mí alrededor. De repente, sentí un golpe y caí
al suelo. En cuanto miré para arriba me di cuenta de que había chocado con un
poste. Nadie había notado mi tropiezo, excepto un hombre. Era de clase alta, a
simple vista. Me recordaba al dueño de una empresa en la que había trabajado.
-¿Estás bien?- escuché, un poco aturdido por el golpe.
-Sí.
-¿Dónde están tus padres?- Pregunto-.Deben estar preocupados
No sé si era su
larga corbata de rayas o su peinado perfectamente cortado por navajas, pero
había algo en él que me hacía sentir intimidado. Ese hombre despertaba una gran
curiosidad en mí, pero no era ni el lugar ni el momento correcto.
Casualmente estaba
en la misma cuadra que se encuentra el orfanato y sabía perfectamente que todos
los sábados la señorita Pichot sacaba la basura a las 12.00. No estaba seguro
del horario pero no podía arriesgarme. Le hice una seña al hombre de que
debíamos corrernos de esa calle y que me siguiera. Me sorprendí cuando me hizo
caso, entonces me di cuenta de que la intriga era mutua.
Cuando empezamos a
hablar, noté que teníamos muchas cosas en común. El afecto se iba incrementando
palabra a palabra. Le conté lo poco que sabía de mi familia. Le conté que mi
madre había muerto cuando yo tenía apenas seis años y que nunca supe nada sobre
mi padre. Le conté sobre una de las historias que me relataba mi madre, una
sobre una familia de nobles que vivía en un castillo. Él me contaba sobre su
vida, cómo siempre había querido tener, un hijo pero que nunca encontró a la
mujer ideal para concebirlo. Lo noté un poco nervioso al hablar de ese tema. De
todas formas, lo ignoré.
Mientras seguíamos
con nuestra charla, todo parecía tranquilo, hasta que se me ocurrió mirar a una
tienda que se encontraba en frente de donde el hombre y yo estábamos. Ahí la vi
a ella, a la señorita Pichot. Su expresión fue inolvidable. Sus ojos se
abrieron grandes, como dos faroles. De su boca salió un sonido fuerte, un
grito. “¡Oliver!” resonó en toda la cuadra. Miré hacia arriba, el hombre estaba
tan asustado como yo. La señorita Pichot cruzó de vereda y comenzó a regañarme
y a pegarme. Cuando, a pesar de todo el esfuerzo que hizo el hombre por
ayudarme, al fin me agarró, me llevó al orfanato.
Me dejó en mi
habitación habitual, con mi compañero de cuarto, y amigo, Arturito. No podía
quedarme ni un minuto más en ese horrible lugar. El hombre había mencionado la
palabra “adopción”. Mi mente no paraba de hacerse preguntas: ¿Seguiré viviendo
en las calles?, ¿volverá por mí? Necesitaba salir ya de ahí y encontrarlo. Se
me ocurrió un plan brillante: Podría esconderme en uno de los baúles de la
habitación y pedirle a Arturito que diga que me escapé y, cuando la señorita
Pichot me esté buscando, escapar de verdad. Lo puse en marcha.
Mientras tanto,
sin que yo supiera, estaba el señor sin nombre en la puerta del orfanato
buscándome. Tocó el timbre y la señorita Pichot le abrió la puerta. Surgió la
conversación sobre mi adopción y, justo cuando estaban por cerrar el
trato, Arturito los interrumpió diciendo
que yo me había escapado. Aun así, la señorita Pichot le dijo que ya podía ir
recogiendo mis cosas si así lo deseaba. Cuando el hombre entró a la habitación,
escuchó un ruido; entonces, fue a revisar uno de los baúles. Sí, fue el mío, y
agradecí que no haya sido la señorita Pichot. En cuanto lo vi, salte a sus
brazos.
Todavía que me cuenta esta historia antes de dormir y todavía hoy
recuerdo ese sábado como el
Mejor, María. Pero falta el título y todavía hay algunos problemas de mayúsculas y tildes.
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